Por Eugenio Raúl Zaffaroni
El poder planetario está marcado por tres revoluciones (la mercantil, la indus-trial y la tecnológica), que dieron lugar a tres momentos: el colonialismo, el neocolo-nialismo y ahora a la globalización. Este último lo marca una revolución técnica en las comunicaciones que provocó mayor concentración de capital, pérdida de poder de los estados, desplazamientos migratorios, incremento de las disparidades tecnológicas, desempleo, exclusión social y guerras. También aumentó la información disponible, las posibilidades de democratización del conocimiento y la integración de países en bloques económicos.
El crimen organizado es un concepto de origen periodístico, que nunca alcanzó una satisfactoria definición criminológica, pero que se trasladó a la legislación penal y procesal penal para aumentar el ejercicio del poder punitivo respecto de un conjunto de delitos no bien delimitado, lo que pretende configurar un derecho penal diferen-ciado y con menores garantías para un ámbito delictivo sin delimitación. Su idea más aproximada está dada por la criminalidad de mercado, abarcando desde todos los tráficos prohibidos hasta el juego, la prostitución, las diferentes formas de comercio sexual, la falsificación de moneda y los secuestros extorsivos. No faltan leyes que incluyen al terrorismo en su concepto legal.
Los fenómenos criminales de mercado y especialmente las prohibiciones pena-les que pretenden prevenirlos o erradicarlos, no se pueden analizar sin tomar en cuen-ta su dimensión económica. No se trata de caer en un reduccionismo economicista –marxista o de cualquier otro marco- sino de aproximarse a una criminalidad económica y a los efectos de la prohibición tomando en cuenta su naturaleza, o sea, de reconocer una dimensión elemental de la realidad, lo que con frecuencia y éxito se ha hecho en el derecho bien lejos de cualquier reduccionismo.
La moderna tecnología y la supresión de barreras agilita el desplazamiento de capitales en procura de más renta en menor tiempo, manejados por tecnócratas que no son sus dueños. Esto reduce el poder de los estados sobre los capitales e incluso su control. El objetivo de mayor renta en menor tiempo va venciendo todos los obstáculos éticos y legales, o sea, que produce una peligrosa desviación hacia lo ilíci-to.
Los estados debilitados son incapaces de controlar las actividades del capital aligerado de obstáculos éticos, pero además éste corrompe sus instituciones. La co-rrupción institucional en ocasiones descalabra economías nacionales al descontrolar sus cuatro pilares básicos: la importación, el crédito, la recaudación fiscal y los orga-nismos reguladores de servicios monopolizados. El gasto público se incrementa y dila-pida.
Estos fenómenos acentúan la estratificación social, promueven el hundimiento de los sectores medios, polarizan la distribución de la renta, desbaratan la previsión social, reducen la inversión en programas sociales, impiden que estos lleguen a sus destinatarios y fortalecen la vigencia de ideologías políticas autoritarias y discrimina-doras.
Estos fenómenos acentúan la estratificación social, promueven el hundimiento de los sectores medios, polarizan la distribución de la renta, desbaratan la previsión social, reducen la inversión en programas sociales, impiden que estos lleguen a sus destinatarios y fortalecen la vigencia de ideologías políticas autoritarias y discrimina-doras.
Este proceso se observa con mucha mayor claridad en los países subdesarrolla-dos o periféricos, pero son inocultables a estas alturas síntomas análogos en los países centrales, aunque sus líderes políticos -imitando a sus colegas periféricos- lo nieguen obstinadamente, siendo aún algo creíbles dada la menor obviedad del fenómeno.
La creciente pauperización de la periferia del poder mundial y los conflictos vio-lentos impulsan a grandes masas de población a la emigración interna y externa. Esto genera otro tráfico ilícito y provoca un fenómeno de acumulación de riqueza y miseria en los limitados espacios urbanos, análogo al de la revolución industrial, con altos niveles de violencia criminal sumada a la discriminación de los nuevos habitan-tes con peligroso renacimiento de ideologías racistas.
Las clases medias empobrecidas y las subordinadas que sufren la peor victimi-zación coinciden en el reclamo de mayor represión, alimentado por la publicidad vindi-cativa del discurso único de medios, planetarizado por efecto de la propaganda del sistema penal de los Estados Unidos, convertido en empresa demandante de servi-cios y en variable contra el desempleo desde los años ochenta, en contra de toda su anterior tradición.
Los políticos sin poder para proveer soluciones estructurales –a causa del debi-litamiento de los estados nacionales, por temor, por incapacidad o por oportunismo, optan por reducir su discurso a propuestas de mayor represión o segurismo interno, apostando a la destrucción de toda racionalidad en la legislación penal y vendiendo la ilusión de soluciones mediante tipos penales nuevos, penas más largas, menores ga-rantías frente al poder punitivo estatal y, sobre todo, menores controles sobre las agencias policiales y de inmigración. Esta manipulación publicitaria de la opinión pública -fomentada por organizaciones emergentes con gran espacio publicitario- es el actual segurismo interno o ideología de la seguridad urbana.
El resultado no es otro que una mayor selectividad discriminatoria en el ejercicio del poder punitivo y la acelerada autonomización de las policías, con el consiguiente deterioro por corrupción de la eficacia del servicio de seguridad, con riesgo para las instituciones democráticas por participación en la corrupción del aparato penal y con peligro de golpes de estado.
El control urbano de la exclusión social parece orientarse hacia una profundiza-ción de contradicciones violentas entre los propios excluidos, que proveen el ejército de criminalizados, victimizados y policizados. La violencia entre personas de los mis-mos sectores subalternos, al tiempo que por eliminación disminuye su número, impide el diálogo, la toma de conciencia y la coalición y, por ende, hace que se autoexcluyan de todo protagonismo político. La neutralización y autodestrucción física y cultural de los excluidos como consecuencia de la política del segurismo interno puede denominarse endocidio.
La ilusión de que las leyes penales sean la solución mágica en este panorama, lentamente se va convirtiendo en una peligrosa alucinación funcional a la concentración de riqueza en medio de la crisis del estado social de derecho, en creciente transformación hacia un estado elitista de policía, que en la periferia asume una marcada tendencia genocida de eliminación de excluidos.
Las leyes penales nunca eliminan los fenómenos, pues éstos no se evitan con papeles, pero habilitan un poder punitivo que se ejerce -por razones estructurales- en forma selectiva sobre los disidentes y los más vulnerables. De este modo, las leyes que pretenden erradicar la criminalidad de mercado sólo consiguen dificultar los servicios y la circulación que ofrece esta criminalidad, con lo cual –conforme a las propias leyes del mercado: a mayores riesgos mayores costos- provocan la eliminación de las organizaciones más endebles y la concentración en las más poderosas y sofisticadas, al mismo tiempo que encarecen el servicio criminal.
En la práctica aumentan los ingresos de las organizaciones criminales y potencian su capacidad organizativa y tecnológica y, por consiguiente, su poder corruptor que involucra con frecuencia a los más altos niveles de autoridades estatales. Se cae en un círculo vicioso que conduce a que cada vez sea más difícil acceder y ejercer cualquier poder político o económico sin participar en alguna medida por acción o por omisión de la corrupción. Esto hace vulnerables a todos los participantes del poder, que quedan en cierta forma involucrados. Como en las viejas técnicas dictatoriales, se verticaliza y disciplina mediante corrupción.La pretendida lucha contra el crimen organizado reducida o limitada exclusivamente a la represión penal, que obliga a los países a sancionar leyes penales so pena de sanciones económicas, no parece responder a un objetivo serio, como lo prueba la existencia de refugios en que se oculta el dinero que es producto del crimen organizado en el mundo y que hasta el presente nadie ha tocado, aunque todos saben donde se encuentran.
Por otra parte, la eliminación de las pymes criminales concentra la renta crimi-nal en las grandes empresas transnacionales, o sea, que va a dar a los países centrales.
Es algo más que una hipótesis neokeynesiana que la economía mundial sufriría una grave crisis recesiva si se la privase súbitamente de la inyección anual de cifras astronómicas que son resultado de encarecimiento artificial de servicios prestados por el crimen organizado a través de la plusvalía insólita que la prohibición otorga a todos sus tráficos. Desde la perspectiva del fundamentalismo de mercado se sostiene que esa renta sin producción se convertiría en ahorro, pero no parecen confiar en eso los responsables de la economía mundial, lo que es razonable, porque incluso en el supuesto de resultar verdadera, es difícil imaginar el equipo necesario para convertirla en producción y menos aún sus efectos sobre el medio ambiente.
La presión internacional cambia de tema con cierta periodicidad, insistiendo sucesivamente en distintas formas de criminalidad organizada, aunque ninguna sea nueva. Esas mudanzas de enemigo obedecen a luchas de agencias que operan internacionalmente por la hegemonía discursiva, que se traduce en transferencia de grandes recursos presupuestarios, lo que repercute sobre los organismos internacionales, que sufren una crónica carencia de recursos genuinos.
La lucha contra la corrupción da lugar a la creación de complicadas burocracias nacionales e internacionales muy poco eficaces, que por lo regular molestan con formalidades y centran su actividad en delitos de poca monta. En ocasiones se tiene la impresión de que la presión internacional obedece a los mayores costos que para sus inversores implica la corrupción en los países subdesarrollados, pues para nada se presiona por la elevación de los niveles de calidad institucional y democrática que, como se sabe, son el único remedio para ese mal.
Se han cometido macrodefraudaciones internacionales protagonizadas por capital golondrina mediante ardides groserísimos, sin que sus perpetradores ni sus cómplices locales –ubicados en las más altas esferas del poder político- sufriesen la menor molestia por parte de estos organismos ni del sistema penal, pese a haber provocado la quiebra de enteras economías nacionales y con sospechosa complicidad de tecnócratas internacionales.
En este último sentido, puede afirmarse que ha surgido una macrocriminalidad económica que es la más alta manifestación de criminalidad organizada, inconcebible sin la participación por acción u omisión de los más altos niveles políticos de algunos estados, especialmente durante la última década del siglo pasado, encubierta con un discurso de fundamentalismo de mercado, con lo que se llega a la conclusión de que la más grave manifestación del crimen organizado es el crimen económico de estado, que destruye sus propios aparatos productivos y despilfarra el patrimonio estatal.
Debe señalarse que, como consecuencia de los crímenes antes mencionados, se agudizan las tensiones sociales y la violencia urbana, lo que es aprovechado por los propios macrocriminales -y sus cómplices, encubridores y beneficiarios- impetrando leyes penales draconianas y escuadrones de la muerte en la versión del mencionado segurismo interno, o sea, fomentando el endocidio y desacreditando a las fuerzas políticas democráticas y moderadas. Para todo eso disponen de inmensos aparatos de publicidad, no raramente vinculados a empresas proveedoras de armamento policial y de seguridad.
Lo cierto es que todo el nebuloso conjunto de actividad criminal que se acumula en el pseudoconcepto de crimen organizado se continúa practicando en gran escala, mientras se insiste con nuevas leyes penales y con mayores ámbitos de arbitrario poder selectivo por parte de las agencias policiales. Este arbitrio mayor abre un espacio de injerencia de esas agencias en el mercado ilícito que, combinado con su propia corrupción–producto del mismo arbitrio que afloja los controles sobre ella-, termina operando un efecto proteccionista en beneficio de algunos prestadores de servicios criminales y en detrimento de otros.
Cuando se agrega al pseudoconcepto de crimen organizado el terrorismo –que es otra nebulosa conceptual- la legislación represiva corre el riesgo de fomentar -y a veces producir- los crímenes de destrucción masiva que se pretenden evitar, por efecto de la criminalización de una entera colectividad que se siente injustamente agredida, no siendo raro que jóvenes con problemas de identidad por pertenecer a una subcultura injertada, desvíen su conducta identificándose según los parámetros criminales. Todo ello sin contar con que la guerra al terrorismo degenera rápidamente en terrorismo de estado, que es una incuestionable manifestación de crimen organizado, esta vez desde las propias cúpulas del poder estatal.
En el plano internacional se ha pretendido emprender una guerra preventiva contra el terrorismo, tomando prestado el término del derecho penal. El catastrófico resultado de esta intervención, el caso omiso a los más altos organismos internacionales, la falsedad de los motivos determinantes y la pretensión de un simulacro de proceso culminado en ejecuciones arbitrarias, han tenido el penoso efecto de desprestigiar a las organizaciones internacionales y echar sombras sobre los largos y costosos esfuer-zos realizados desde la última posguerra para establecer una justicia penal internacional.
Ante la impotencia de los organismos internacionales y la relativa indiferencia de demasiados gobiernos, se ha instalado por mero imperio del poder –no tanto militar como económico- algo análogo a la llamada doctrina de la seguridad nacional vigente en las dictaduras genocidas del cono sur americano hace tres décadas. En efecto: se triplicó el sistema penal, pues se montó un sistema penal paralelo con detenciones masivas prolongadas y sin proceso, y también –lo que es aún mucho más grave- otro subterráneo, con desapariciones forzadas de personas recluidas en centros de detención clandestinos (campos de concentración) en territorio europeo y con inevitable conocimiento de los gobiernos, que ahora obstaculizan la investigación de la complicidad de sus agentes invocando el secreto de estado.
Conforme a la mencionada doctrina de la seguridad nacional, se confunden los conceptos de guerra y poder punitivo, para dar por resultado una guerra sucia, que por ser tal no respeta las reglas de Ginebra, y que por ser guerra impone penas sin respectar las garantías del derecho penal y procesal penal, o sea, que consagra un espacio liberado para la práctica de crímenes estatales de lesa humanidad .
Por supuesto que todo esto no ha tenido ningún efecto preventivo respecto de los crímenes masivos indiscriminados. De este modo se verifica como nunca antes la tendencia del poder punitivo a desinteresarse de su objetivo manifiesto para centrarse en la forma de ejercicio de su poder que, por su selectividad y desplazamiento estructurales se convierte en inquisitorial al ordinarizar la excepción, lo que le permite su ejercicio arbitrario sobre disidentes, obstaculizadores y molestos (no así sobre los excluidos porque éstos se controlan con la señalada promoción del endocidio).
En síntesis, la pretendida guerra contra el crimen organizado y su consorte (la corrupción) se pretende llevar a cabo sólo mediante el uso del poder punitivo, habilitando mayores ámbitos de discreción policial, con efectos claramente paradojales y en ningún caso con eficacia preventiva, como lo muestra el creciente perfeccionamiento de las organizaciones que practican todas las formas de criminalidad de mercado y la impotencia frente a los crímenes de destrucción masiva e indiscriminada propios del vulgarmente llamado terrorismo. No obstante, se hace caso omiso de este nulo efecto preventivo y se insiste en eliminar los límites del poder punitivo mediante un absurdo discurso de eficientismo penal que, con aparente y casi natural indiferencia, ignora los cadáveres. El efecto paradojal de este segurismo internacional o externo respecto de sus fines manifiestos, que resulta funcional a la macrocriminalidad organizada y al consiguiente empobrecimiento de las economías periféricas, se complementa con el segurismo interno como única respuesta a sus violentos efectos sociales de exclusión en los centros urbanos de los países subdesarrollados.
Conferencia de clausura de la Primera Conferencia Mundial de Derecho Penal, organizada por la Asociación Internacional de Derecho Penal (AIDP) en Guadalajara, Jalisco, México, pronunciada el 22 de noviembre de 2007.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios.